Al encuentro de mi voz y mi identidad como feminista de Sierra Leona
Como parte de nuestra serie de perfiles de afiliadxs de AWID, hoy Ngozi Cole comparte su trayectoria de vida y cómo forjó su identidad como feminista.
Mis recuerdos alegres más tempranos son estar sobre la espalda de mi madre. La calidez acogedora del paño de algodón con el que ella me arropaba era reconfortante.
Hasta que tuve cinco años, siempre trepaba a su espalda y ella me envolvía con paciencia como un capullo, aunque murmurara que yo ya estaba poniéndome «demasiado grande» para eso. En aquella época, nuestras vidas cambiaron para siempre. En 1997, rebeldes del Frente Revolucionario Unido invadieron Freetown y el hogar que conocía me fue arrancado.
Mi madre huyó conmigo y mi hermana mayor a Gambia, el país vecino, donde iniciaríamos una vida como refugiadas. Tenía apenas cinco años cuando huimos y no entendía bien por qué había tenido que dejar atrás a mis amistades, primas, primos, a mi padre y mis juguetes. Intenté adaptarme a un nuevo hogar y mi madre se aseguró de que sus hijas estuvieran a salvo de las numerosas realidades de marginación y penurias que entraña ser una persona refugiada en un país extranjero. Aprendí a hablar wolof, hice amistades con rapidez y pronto muchas cosas se volvieron familiares: comencé a sentir que había aromas y sonidos que podían ser para mí un trozo de hogar.
Al año siguiente, nos trasladamos nuevamente a Sierra Leona luego de un breve paréntesis de paz. Parecía que finalmente la paz había llegado, aunque se advertía una tensa calma. Intentamos retomar nuestra antigua vida con la esperanza de que un acuerdo de paz entre las facciones beligerantes resultaría efectivo. La vida parecía estable durante un tiempo y por momentos comencé a olvidar mi vida en Gambia, hasta ese 6 de enero de 1999, cuando los rebeldes reingresaron a Freetown.
Volver a pasar por la inestabilidad, volver a experimentar el trauma de la guerra fue mucho peor que la última vez que nos había ocurrido. En ese momento tenía más conciencia y era un poco más grande y tenía la sensación de intentar alcanzar algo que flotaba muy lejos de mí. Volvimos a huir a Gambia y durante otros dos años más allí, parecía que había encontrado un hogar. Me apropié de mi identidad como refugiada o como «forastera», como se nos llamaba en Gambia.
En 2002, decidimos regresar nuevamente a Sierra Leona, con la esperanza de que esta vez sería para siempre.
Mi identidad volvió a cambiar cuando comencé el colegio secundario en Freetown, en la Escuela Annie Walsh Memorial. Desconocía el himno de mi propia nación, había olvidado algunas de las palabras de la promesa nacional y sabía que mi acento no era «del todo bueno». El primer año de la escuela secundaria, algunos de mis compañeros y compañeras me preguntaban si de verdad yo era de Sierra Leona. Aunque la seguridad del hogar y la familia había sido arrebatada y pendía frente a mis ojos, solo para que me la volvieran a arrebatar, estaba desesperada por perder esa sensación de desplazamiento, de sentirme disminuida, una ciudadana incompleta, una refugiada.
Luego de la escuela secundaria formal en Sierra Leona, obtuve una beca para asistir a una escuela panafricana, la African Leadership Academy (Academia Africana para el Liderazgo) en Johannesburgo. Posteriormente, fui a Wooster, una pequeña ciudad de Ohio, para asistir a la Universidad de Wooster, una pequeña facultad de humanidades privada, no muy lejos de Cleveland. Tomé algunas clases de filosofía y ciencias políticas que, junto con la Academia, me dieron las herramientas para articular otra parte mía, mi identidad como feminista.
Durante mis primeros años de adolescencia, estaba completamente convencida de que las feministas eran mujeres que albergaban ira hacia los hombres, odiadoras de hombres.
Alrededor de los 16 años, comencé a pensar de manera muy radical sobre mi posición como chica joven, en la que consideraba (y todavía considero) una sociedad predominantemente patriarcal. Me inspiraron las activistas por los derechos de las mujeres, las mujeres que sin cesar luchaban por la igualdad política en Sierra Leona, por la igualdad de derechos económicos y patrimoniales y se manifestaban contra la mutilación genital femenina. Pero todavía pensaba que el «feminismo» era demasiado extremo. En 2013, tuve oportunidad de formar parte de una hermandad en Ghana de jóvenes africanas que vivían en el continente y en la diáspora, muchas de ellas feministas, que estaban consiguiendo cambios en sus respectivas comunidades.
Durante esa etapa en Ghana, conocí a Leymah Gbowee y a Taiye Selasi, mujeres valientes que también habían luchado con la identidad y que se identificaban firmemente con el feminismo. A mi regreso a los Estados Unidos ese verano, comencé a escribir un blog sobre mi viaje como mujer africana que vive en el medio Oeste y sobre cómo abracé por completo el feminismo. Logré encontrar una voz propia, una voz que ya tenía timidez para debatir y discutir con mis pares sobre las cuestiones que nos afectan a las mujeres, tanto en el campus de la universidad como en el mundo exterior. El feminismo influyó en lo que escribía y participé en una emisión multimedia para hablar sobre la opresión de la sexualidad de las mujeres africanas. Mis blogs (en inglés) sobre la humillación del cuerpo y la cultura de la violación y la vergüenza tuvieron amplia difusión en las redes sociales.
Incluso después de la universidad, continué encontrando formas de abrazar esta parte de mí misma y a medida que pasa el tiempo y la abrazo por completo sé que el feminismo no es una «parte» mía, sino que es esencial para mi supervivencia mientras hago este viaje de la vida como joven sierraleonesa. Estos días encuentro medios para escribir sobre aquellos derechos de las mujeres relacionados con la salud mental y los derechos reproductivos en Sierra Leona.