Por lo que puedo recordar, mi abuela me enseñó a sentarme derecha, cruzar las piernas, recoger la mesa, cubrirme, no hablar sobre la menstruación, ocultar mis toallas femeninas, no usar tampones porque la virginidad es tan preciosa que no se la debe poner en riesgo.
Mi piel oscura, mis cabellos negros y rizados, contrastaban con los suyos, rubios y lacios, y con su piel suave y blanca que siempre olía a almizcle o a jazmín. Tan pronto como pudo, me llevó a que me alisaran el pelo y me enseñó a evitar el sol, para que mi piel no se pusiera aún más oscura.
Ella, que se casó diez días después de haber soplado las velas de su cumpleaños número 19, soñaba que yo tendría un feliz matrimonio precoz. Pero me enseñó que nunca me acercara a los muchachos, y especialmente que no los provocara o los excitara. Que me reservara para algo bueno.
También me enseñó a mantenerme lejos de ciertas mujeres. De aquellas que parecían hombres. De aquellas que eran viciosas y sucias y que podían influir sobre las que eran jóvenes e impresionables. Más tarde aprendí que la palabra que ella no se atrevía a pronunciar para describir a esas mujeres era «lesbianas».
Años después, tirada en el sillón, con las piernas abiertas, la espalda curvada, mi largo pelo negro rizado, mi piel bronceada, me convertí en una de esas mujeres a las que mi abuela me advirtió que no me acercara.
Sí, mi abuela; esa mujer cuyos ojos estaban rebosantes de fuerza, también estaba impregnada de patriarcado, colonialismo y opresiones de todo tipo. Sin intención de hacerlo, me las impuso.